Los seres demoníacos, que se refugian en el engreimiento, el orgullo y la concupiscencia insaciable, son presa de la ilusión. Fascinados por lo efímero, dedican su vida a actos insanos.
Disfrutar de los sentidos hasta el último momento es, según ellos, el mayor imperativo para el hombre. Y así su angustia no tiene fin. Encadenados por cientos, por miles de deseos, por la concupiscencia y la ira, acumulan riquezas de forma ilícita, para satisfacer el apetito de sus sentidos.
Tal es el pensamiento del hombre demoníaco: «Tanta riqueza es mía hoy, y por mis planes vendrá más. Poseo mucho hoy, y mañana más y más. Este hombre era de mis enemigos, y lo maté; a su vez mataré a los demás. De todo soy dueño y señor, de todo el beneficiario. Soy perfecto, soy poderoso, soy feliz, soy el más rico y estoy rodeado de altas conexiones. Nadie alcanza mi poder y felicidad. Haré sacrificios, haré caridad y me alegraré». Así es como la ignorancia le engaña.
Confundido por múltiples ansiedades y atrapado en una red de ilusiones, se apega demasiado al placer de los sentidos y se hunde en el infierno.
Vanidoso de sí mismo, siempre arrogante, extraviado por la riqueza y la fatuidad, a veces realiza sacrificios; pero fuera de todo principio y regla, éstos sólo pueden ser de nombre.
Habiendo buscado refugio en el falso ego (identificación con su cuerpo, y dominio de la materia), en el poder, el orgullo, la concupiscencia y la ira, el endemoniado blasfema la verdadera religión y me envidia a Mí, el Señor Supremo, que reside en su propio cuerpo, así como en el de los demás.
Los envidiosos y malvados, los últimos de los hombres, me sumerjo en el océano de la existencia material en las diversas formas de vida demoníaca.
Estos renacen, vida tras vida, dentro de la especie demoníaca, sin poder acercarse a Mí. Poco a poco se hunden en la condición más siniestra.
Tres puertas se abren en este infierno: la concupiscencia, la ira y la avaricia. Que todo hombre cuerdo las cierre, porque llevan al alma a su perdición.
El hombre que ha evitado estas tres puertas del infierno dedica su vida a los actos que conducen a la realización espiritual. De este modo, alcanza gradualmente la meta más elevada.
Quien rechaza los preceptos de las escrituras (los Vedas, las sagradas escrituras originales) para actuar según su capricho, no alcanza ni la perfección, ni la felicidad, ni la meta más elevada.
Lo que es tu deber y lo que no lo es, sabe por tanto determinarlo a la luz de los principios dados por las escrituras. Conociendo estas leyes, actúa de manera que te eleves gradualmente.