El despertar de la conciencia, nos asegura el Señor.
Los seres vivos (almas encarnadas) siempre se han dedicado a la acción, pero la calidad de sus acciones puede cambiar a un carácter espiritual, de modo que ya no tengan consecuencias materiales.
Juntos, el Señor y el ser espiritual distinto de Dios están dotados de conciencia, y ambos perciben su identidad como una fuerza viva consciente. Pero sujeta a las condiciones de la naturaleza material, el alma separada se cree separada del Señor, y es precisamente para desarraigar este concepto erróneo del alma condicionada, para liberarla de su identificación ilusoria con la materia, que el Señor ha enunciado Su enseñanza divina. Una vez que esta ilusión se disipa mediante el conocimiento y la renuncia al mundo material, el ser separado recupera su verdadera identidad como alma individual que participa en la naturaleza espiritual y absoluta del Señor Krishna, Dios, la Persona Suprema.
El despertar de la conciencia, asegura el Señor. Para ello, debemos estar siempre absortos en el pensamiento del Señor, nunca ausente de nuestra mente. Así, debemos convertirnos en devotos del Señor y ofrecerle nuestro homenaje. Aquel o aquella que adopta este curso de acción recibe Sus bendiciones y obtiene el refugio de Su Divina Persona. No hay duda de esta verdad eterna.
Por lo tanto, uno debe, a lo largo de su existencia, unificar sus acciones con las del Señor, ya que de esta manera se asegurará de regresar a Dios, a su morada original, en Su reino eterno y absoluto. Esta es la más alta perfección de la existencia.
Incluso hace 5.000 años, los reyes estaban rodeados de dignos consejeros, todos ellos grandes sabios o guías espirituales de la más alta categoría, devotos del Señor, que no aceptaban ningún salario, ni lo necesitaban. El Estado se benefició así del mejor asesoramiento.
Estos consejeros eran seres verdaderamente justos y rectos. Eran iguales a los seres humanos que a los animales y las plantas. Nunca sugirieron al rey que diera protección a aquellos de sus súbditos que pertenecían a la raza humana y destruyera a los pobres animales. No había nada de insensato en ellos, ni sugerían la erección de un monumento a la insensatez.
Todos ellos eran almas grandes y realizadas, que sabían perfectamente cómo hacer felices a todos los ciudadanos del estado en la vida presente, así como en la próxima. No les interesaba la filosofía «hedonista» de comer, beber, divertirse y así disfrutar de la vida. Eran filósofos en el verdadero sentido de la palabra, que conocían perfectamente el propósito de la vida humana. Los consejeros del rey le dieron las instrucciones correctas, y el monarca, o jefe de estado, él mismo un devoto cualificado del Señor, las observó al pie de la letra por el bien del estado, y por supuesto de todos los ciudadanos.
En aquellos días, ningún ciudadano, humano o animal, era infeliz. No había mataderos y el rey se encargaba de que no se matara a ningún animal. El monarca vigilaba y protegía a todos los seres vivos, seres humanos, animales y plantas.