Logos 241
El Supremo Eterno dice: «La conciencia pura del ser está velada por su eterno enemigo, la concupiscencia, insaciable y brillante como el fuego. Es en los sentidos, en la mente y en la inteligencia donde se aloja esta concupiscencia, que lleva al ser a extraviarse sofocando su verdadero conocimiento.»
Está escrito en la Ciencia de Dios que la concupiscencia nunca puede ser apagada buscando nuevos placeres materiales, así como un fuego no puede ser extinguido rociándolo constantemente con gasolina. El centro de todas las actividades materiales es la vida sexual; por eso el mundo material se llama «las cadenas de la vida sexual». Los delincuentes de la sociedad son arrojados a la cárcel y mantenidos tras las rejas; del mismo modo, los que violan las leyes del Señor sufren las cadenas de la vida sexual. El progreso de las civilizaciones materialistas se basa en el placer de los sentidos; implica una extensión de la existencia material para el ser.
La concupiscencia simboliza, pues, la ignorancia que nos mantiene atrapados en el mundo material. Al dar placer a los sentidos, uno puede experimentar alguna forma de satisfacción, pero esta falsa sensación de felicidad es, en última instancia, el enemigo final de quien la experimenta.
El enemigo ocupa varios puntos estratégicos en el cuerpo del alma condicionada, y Dios nos los señala para que el que quiera vencer al enemigo sepa dónde encontrarlo. La mente es el centro de la actividad de los sentidos en el que descansan todas las ideas de disfrute material; por lo tanto, ella y los sentidos se convierten en las sedes primarias de la concupiscencia. La mente, en cambio, se convierte en la metrópoli de estas tendencias lujuriosas. Y como vecina del alma, una vez consumida por la concupiscencia, la inducirá a desarrollar un falso ego y a identificarse con la materia, por tanto con la mente y los sentidos. El alma, acostumbrada gradualmente a disfrutar de sus sentidos materiales, llega a creer que la verdadera felicidad está ahí.
Logos 242
El Supremo Eterno dice: «Así como el humo oculta el fuego, así como el polvo cubre el espejo y el vientre envuelve al embrión, así los diversos grados de concupiscencia cubren al ser.»
Tres grados de oscurecimiento pueden velar la conciencia pura del ser, y este oscurecimiento no es otro que la concupiscencia en sus diversas formas. Si se compara la concupiscencia con el humo, es para indicar que el fuego del alma espiritual sigue siendo ligeramente perceptible, que el ser sigue manifestando, aunque de forma apagada, su conciencia de Dios, y se compara entonces con el fuego velado por el humo. No hay humo sin fuego, aunque al principio el fuego es a veces invisible: así es al principio del desarrollo de la conciencia de Dios. El polvo en el espejo nos recuerda que el espejo de la mente debe ser purificado mediante prácticas espirituales, la mejor de las cuales es el canto de los Santos Nombres del Señor. Y el embrión en el vientre materno ilustra una condición desesperada, pues el niño en el vientre materno está tan indefenso que ni siquiera puede moverse.
Esta etapa de la existencia puede compararse con la vida del árbol. El árbol también es un ser vivo, pero ha mostrado tal codicia que ha tomado un cuerpo casi totalmente desprovisto de conciencia. El ejemplo del espejo cubierto de polvo se aplica a las aves y a los animales, el ejemplo del fuego y del humo al ser humano. La forma humana ofrece una oportunidad para el desarrollo de la conciencia de Dios; que la aproveche, y la forma humana habrá servido para reavivar en él el fuego de la vida espiritual. Si se maneja con cuidado el humo, se puede convertir el fuego en una hoguera.
La forma humana es, pues, una oportunidad para que el ser se libere de las cadenas de la existencia material. Es la única forma que le permite vencer a su enemigo, la concupiscencia, proporcionándole la oportunidad de desarrollar la conciencia de Dios.