El Bendito Señor dice:
Aunque sostienes discursos eruditos, te afliges sin razón. Ni por los vivos ni por los muertos llora el sabio.
Nunca hubo un tiempo en que no existiéramos, yo, tú y todos estos reyes; y nunca ninguno de nosotros dejó de ser.
En el momento de la muerte, el alma toma un nuevo cuerpo, con la misma naturalidad con la que pasó, en el anterior, de la infancia a la juventud, y luego a la vejez. Este cambio no perturba a quienes son conscientes de su naturaleza espiritual.
Las alegrías y las penas efímeras, como los veranos y los inviernos, van y vienen. Sólo se deben al encuentro de los sentidos con la materia, y hay que aprender a tolerarlos, sin dejarse afectar por ellos.
Quien no se ve afectado por las alegrías y las penas, quien permanece sereno y resuelto en todas las circunstancias, es digno de la liberación.
Los maestros de la verdad han llegado a la conclusión de que lo real es eterno y lo ilusorio es impermanente, y esto después de estudiar su naturaleza respectiva.
Sabed que lo que penetra en todo el cuerpo no puede ser destruido. Nadie puede destruir el alma imperecedera.
El alma es indestructible, eterna y sin medida; sólo los cuerpos materiales que toma prestados están sujetos a destrucción. Con este conocimiento, emprende la batalla.
Ignorante es quien cree que el alma puede matar o ser matada; el sabio sabe que ni mata ni muere.
El alma no conoce ni el nacimiento ni la muerte. Está viva y nunca dejará de estarlo. No nacida, inmortal, original, eterna, nunca ha tenido principio ni tendrá fin. No muere con el cuerpo.
¿Cómo puede matar o hacer matar quien sabe que el alma no ha nacido, es inmutable, eterna e indestructible?
En el momento de la muerte, el alma se reviste de un cuerpo nuevo, el antiguo ya no es necesario, como quien se viste con ropa nueva cuando la ha gastado.
Ningún arma puede partir el alma, ni el fuego quemarla; el agua no puede mojarla, ni el viento secarla.