El alma tampoco envejece como el cuerpo. Los cambios en el cuerpo no la afectan; no se marchita como un árbol o cualquier otro objeto material; ni produce descendencia. De hecho, los hijos de un hombre también son almas separadas; si parecen nacer de él, es únicamente por los lazos corporales que los unen.
Sus cuerpos se desarrollan únicamente en presencia del alma. El alma, inmutable, fuente de descendencia, no obedece a ninguna de las seis leyes de la evolución corporal.
El alma siempre es plenamente consciente y conocedora. Ahora bien, la consciencia es la manifestación perceptible del alma. Si bien no podemos percibir su presencia en el corazón donde reside, sí podemos aprehender su existencia a través de la consciencia que emana de ella.
Dado que una consciencia anima todos los cuerpos, humanos, animales y vegetales, debe estar presente en todos. Sin embargo, la consciencia del alma individual difiere de la de Dios en que esta última es suprema y posee un conocimiento completo del pasado, el presente y el futuro. La consciencia del ser infinitesimal, por el contrario, es limitada y propensa al olvido. Sin embargo, cuando olvida su verdadera naturaleza, Krishna, quien no tiene esta debilidad, la instruye y la ilumina con sus enseñanzas. Krishna, Dios, la Personalidad Suprema, es la fuente del Alma Suprema, también llamada Espíritu Santo, y cada uno de nosotros es un alma infinitesimal, olvidadiza de su verdadera naturaleza.
Todas las cosas creadas son originalmente inmanifiestas. Se manifiestan en su estado transitorio y, una vez disueltas, se vuelven inmanifiestas.
Hay dos tipos de filósofos: quienes creen en la existencia del alma y quienes no. Pero ninguno tiene motivos para quejarse. Quienes siguen los principios de la sabiduría espiritual llaman «ateos» a quienes niegan la existencia del alma. Ahora bien, supongamos por un momento que aceptamos la filosofía atea, ¿qué motivos tendríamos para quejarnos?
Antes de la creación, en ausencia del alma, los elementos materiales ya existían en un estado inmanifiesto. De este estado sutil surge posteriormente el estado manifestado, así como el éter da origen al aire, el aire al fuego, el fuego al agua y el agua a la tierra, que, a su vez, da origen a tantos fenómenos. Tomemos el ejemplo de un rascacielos, un conjunto de elementos terrenales que se derrumba. De manifiesto, vuelve a ser inmanifiesto y finalmente se descompone en átomos. La ley de conservación de la energía sigue vigente. La única diferencia es que los objetos a veces son manifiestos, a veces no manifiestos. Sin embargo, ya sea en un estado u otro, ¿qué razón tendríamos para lamentarnos?
Incluso si vuelven a ser no manifiestos, no se pierden. Tanto al principio como al final, todo es no manifiesto; la manifestación aparece solo en la etapa intermedia. Sin embargo, incluso materialmente hablando, esta diferencia carece de importancia real.


